Son las tres de la tarde y un tren en la estación de Atocha me depara una Navidad ilusionante, rodeado de amigos y familiares. Algún que otro villancico suena de fondo, las palomas de la pequeña plaza revolotean por mi alrededor y el rumor de vagones que vienen y van parecen presagiar un año más de reunión y espíritu festivo. Pido un café – uno con leche -, me atiende una mujer cuyo acento me recuerda a tierras venezolanas, me sonríe y me dedica un tradicional «felices fiestas». En el momento de servirme la bebida, habla con uno de sus compañeros, también con acento del país sudamericano, y le aconseja que tenga cuidado mañana para servir los cafés, porque la máquina está rota y salpica con facilidad.

He reparado entonces en la realidad de lo oculto. Por curioso que parezca, antes de este efímero encuentro con la camarera de la cafetería, tenía planeado escribir un artículo sobre la Navidad y la magia que nos hace sentir. Un texto lleno de alusiones al amor, la familia y el reencuentro, quizá la reconciliación, los regalos, los abrazos y los besos, la Natividad del Señor y el contar de los segundos para el Año Nuevo. Pero cuando he escuchado ese ligero y sutil, fugaz, desapercibido, diálogo entre los dos compañeros que se movían y danzaban junto a la barra de la estación de trenes de Madrid, algo me ha hecho dudar sobre el verdadero significado de la Navidad.

Mariah Carey resuena en mi cabeza, me invita a imaginar una celebración repleta de jolgorio y alegría, películas navideñas, saludos a padres, hermanos, primos y amigos. El reencuentro de un abuelo con sus nietos, la sonrisa de felicidad de los que se sientan en una elegante mesa que mira con otros ojos, el frío en las calles, las luces de las avenidas, el chocolate caliente y los dulces a montones. El discurso del Rey, Papá Noel, el Niño Jesús.

Pero, ¿qué hay de ellos? Esos a los que el 25 de diciembre despierta con la misma alarma de cada día, con la luz colándose por los huecos de una cortina entreabierta, el telediario matutino, el desayuno rápido y el trabajo rutinario. O sin trabajo, porque es fiesta, pero también sin familia, alejados de los suyos, ausentes en el encuentro, distantes de lo ceremonial. No hay camisas bonitas ni mesas decoradas con infinidad de platos y cubiertos para los primos y los amigos, ni árbol con estrella en el fondo del salón. Solo un extraño silencio que recuerda, aún más, la tristeza de la soledad en estas fechas.

Decía Manuel Vilas, poeta y escritor, que el sentido de la vida es que alguien te espere en algún lugar. Otro autor, Carlos Ruiz Zafón, este fallecido, rezaba que no muere aquel que en el recuerdo queda. Quizá eso sea la Navidad. La Esperanza. El recuerdo como elixir ante el olvido. El Nacimiento de un nuevo amor, el teléfono de algún conocido, el saludo de los porteros o las miradas sonrientes de los niños por la calle.

La Navidad puede ser triste en algunos casos. La soledad aparece como un fantasma perenne. Pero quizá, solo quizá, en el recuerdo habite un halo de mejora, un afán por un propósito, una foto de una época mejor. Y, en el mejor de los casos, hasta un «Feliz Navidad» pronunciado con afecto verdadero.

Este es un recuerdo a todos aquellos que pasarán solos esta noche tan especial. El recuerdo de que permanecen en algún corazón. Siempre. En el Nacimiento. En la Navidad.

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